Sara de pequeña iba a un cole donde por las tardes había muchas
actividades extraescolares. Siempre la costaba decidirse por una por todas esas
posibilidades que tenía, pero casi todos los años era fija al club de los
juegos de mesa. La encantaba poder aprender todas esas cosas para luego cuando
hacia frio no aburrirse, y sobretodo para cuando vinieran sus primos a su casa
pudieran jugar con ella y no estar hablando con sus tíos de si ya tenían novia
o novio. La verdad que a Sara le aburría mucho eso de los noviazgos, todavía no
lo entendía.
Recuerda muchos de los juegos, por no decir todos. A ella la
encantaban en especial los de componer palabras y todo lo que tuviera que ver
con los números. Había algunos en los que había que memorizar piezas o colores,
y aunque la encantaba practicar sola no la gustaba jugar contra los demás,
porque no tenía muy buena memoria y siempre la ganaban.
También se acuerda mucho de todos los amigos que allí hizo. Había
pequeños y mayores, a veces no jugaban juntos, pero siempre tenían un rato para
perseguirse, para chincharse o para jugar… como la ocurría en el colegio.
Había un niño, de los más pequeños que le hacía mucha gracia. Se
llamaba Alfonso, era pelirrojo, tenía pequitas, era bajito y muy espabilado. No
era lo suficientemente mayor para jugar con el monopoly, la ajedrez… pero los
juegos de saber el color, decir los números… se le quedaban muy pequeños. Tenía
mucha imaginación y cuando dejaban tiempo libre corría a por todas las cosas
que hubiera en la sala y se ponía a crear su propio juego, daba igual lo que
tuviera, el caso es que se sujetara solo de pie y que no fuera demasiado
grande.
Ponía una ficha, un juguete, un bolígrafo… y así iba sucediéndose una
tras otra, cuando tenía todas puestas e iba a ser la hora de irse a casa,
empujaba con sumo cuidado la primera, que tiraba a la segunda, y por lo tanto a
la tercera…. Y así, una podía con la otra, a la vez con la siguiente… y todas
las fichas acaban encima de la mesa en un movimiento mágico.
Eso era lo que encandilaba a Alfonso, ver como las fichas caían antes
de que él pudiera llegar al final del recorrido, y eso que siempre presumía en
educación física de su velocidad. Cuando la monitora veía este juego que hacía
se quedaba mirándole y casi siempre le decía, algún día entenderás que desde
pequeñito estás jugando a la vida.
Crecieron, pasaron el instituto y llegaron a la universidad… y cuando
Sara ya casi acababa, Alfonso entró a la misma facultad y un día se encontraron
por los pasillos. Tardaron en reconocerse, pero las pecas del pequeñajo y los
ojos de la veterana se conocían.
Charlaron durante un rato y como no ella le preguntó si seguía haciendo
aquellos efectos mariposa que hacía desde pequeño.
Ambos rieron al acordarse y Alfonso recordó enseguida a aquella monitora
que le decía que desde pequeño sabía jugar a la vida. Resulta que un día, para
clase tuvo que hacer un trabajo, estaban en ética y debían hablar sobre la
sociedad, sobre los grupos con los que nos relacionamos, de aquello que
sentimos cuando estamos en compañía. Y entendió perfectamente que él desde
pequeño jugaba a construir sociedades. Porque cada ficha era una persona,
diferente por fuera y por dentro, como las piezas que eran de diferente
material y servían para cosas diferentes, pero todas se reunían por un mismo
objetivo. Y al final, cuando una caía antes de tiempo, muchas de las de atrás
caían si estaban cerca, cuando una ficha fallaba y se echaba a un lado, el
juego fallaba.
Y después de esto, Sara se fue a clase pensando en la razón que tenía,
y de que manera había estado observando ella este juego desde que tenía uso de
razón. Si las fichas sintieran su papel, lo que hacían en ese juego y supieran
que importancia tienen sus actos en la vida de los demás y supieran que entre todos podrían alcanzar
la meta… el juego cambiaria, y mucho.
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